“Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados.” (Romanos 8:28)
Hace algunas semanas estuve muy enfermo. Entre otras cosas, algo que me ha afectó mucho fue tomar tantas medicinas, sobre todo aquellas que tienen un sabor desagradable, o que provocan efectos secundarios. Es horrible. Saber que se acerca la hora en que tendrás que tomarte ese jarabe extraordinariamente amargo, o que te volverán a inyectar, o que tendrás sueño a todas horas por culpa de unas capsulitas.
Cuando me encuentro en esas situaciones, a veces reniego, me molesto, y me pregunto por qué no pueden inventar una manera más fácil para recuperar la salud. Pero al final siempre termino sujetándome a las indicaciones del médico, que, dicho sea de paso, conoce más que yo en estas cosas. Y sigo con mi vida. Y poco a poco, quizá más lento de lo que quisiera, pero a un paso seguro, voy recuperando mi salud y mis fuerzas. Y entonces me doy cuenta de todo: esto es lo que ocurre también en relación a nuestro proceso de madurez espiritual. A veces nos enfermamos. Adquirimos, por propia decisión, enfermedades que debilitan nuestro espíritu, que minan nuestra pasión para servir al Señor. Otras veces, alguien más nos hizo postrarnos en cama con algún comentario, alguna crítica o actitud.
Pero no importa si el error fue propio o ajeno, el hecho es que debemos atravesar por un periodo de convalecencia espiritual, un espacio en nuestra vida cuando nuestra alma es examinada para determinar la causa de la enfermedad, pero sobre todo, cuando se redacta la receta específica que nos permitirá recuperarnos. Y es entonces cuando recibimos los medicamentos necesarios. Algunos de ellos serán muy amargos: quizá dejar ir algo que considerábamos muy valioso, pero que nos hace daño (o que al menos, por razones que no comprendes, no parece necesario). Otros serán dolorosos: una inyección al alma que implicará humillación y sumisión; o quizá enfrentarnos a hábitos dañinos, que debilitan nuestra efectividad, que hieren a otros. Algunos más tendrán efectos secundarios no deseados, como la incomprensión de los demás, el menosprecio, o enfrentar la terrible verdad de que no somos lo que quisiéramos ser. Pero lo cierto es esto: la receta es la correcta, los medicamentos los adecuados, y si queremos recuperarnos y seguir nuestro camino, debemos acatar las órdenes del Médico al pie de la letra. ¿Es amargo? Sí, pero es una ayuda para mi bien. ¿Es doloroso?, Claro, pero me ayuda en el propósito que Dios tiene para mí. ¿Tiene un raro efecto secundario no deseado? Puede ser, pero al menos se que hacer lo correcto es lo mejor.
Así que, no te rindas. Quizá estás postrado espiritualmente en esa cama ahora. Pero recuerda la promesa: “Sabemos que Dios va preparando todo para el bien de los que le aman, es decir, de los que él ha llamado de acuerdo con su plan.” (BLS) Aunque no lo comprendas ahora, lo que está ocurriendo con tu vida es necesario. Aunque sea doloroso, o tú no lo hayas provocado, Él lo cambia, lo transforma, lo usa para tu bien, y para usarte en Su plan. Y cuando comprendes eso, descansas, te dispones a enfrentar todo, obedeces, y te fortaleces. Así que, si eso habrá de hacerme mejor, ¡Bienvenido el dolor espiritual, bienvenida la debilidad del alma! Es maravilloso saberlo: existe un plan perfecto, y Dios me prepara para formar parte de ello a través de todo lo que ocurre en mi vida. Si tengo victorias, gano. Si fracaso, gano. Todo lo ha dispuesto de manera perfecta. No hay improvisaciones. Todo está garantizado. No hay desesperanza. No hay reclamos. Sólo esperar el maravilloso resultado que obtienen todos aquellos que aman a Dios, cuando aprendemos a apreciar, en todo su esplendor, la belleza del dolor.
Edgar David Miranda Marín es pastor de Jóvenes en el
Centro de Ministerio Juvenil, MÉXICO.
Ciudad Juárez, Chih.
hoy , estoy mas triste que nunca,
ResponderEliminaral leer este articulo Dios me hizo recordar su amor asia mi
y le doy gracias por ser tan bueno conmio, por entenderme
por aserme sentin especial.